- ¿Las azules? –dijo el guardavía-. Ah, sí, eran del difunto Čermák, que hacía de guardavía aquí antes que yo. Pero por la vía no se puede caminar, señor. ¡Allí hay un cartel que dice “Prohibido caminar por la vía”! ¿Qué está haciendo aquí?
- Abuelo –le dije-, dígame, ¿por dónde se va a su casa?
- Por la vía –contestó el guardavía-. Pero no hay ningún motivo para que venga nadie. ¿Qué quiere? Lárguese, imbécil. ¡Y no me toque la vía ni con la punta del pie!
- ¿Y por dónde quiere que me largue exactamente? –le dije.
- Me da igual –gritó el guardavía-, ¡pero por la vía no, y punto!
Así que me senté en el terraplén y le dije:
- Oiga, abuelo, véndame las flores azules.
- No están en venta –farfulló el guardavía-. Y pírese de una vez. ¡Aquí no puede sentarse!
- ¿Por qué no? –le contesté-. ¡No hay ningún cartel que diga que aquí está prohibido sentarse! No se puede caminar, y no estoy caminando.
El guardavía se detuvo y se limitó a insultarme desde el otro lado de la cerca. Pero debía ser un hombre solitario: al poco rato dejó de increparme y hablaba solo. Media hora después, salió para mirar la vía.
- ¿Qué? –se detuvo a mi lado- ¿Se va o no?
- No puedo –le contesté-; está prohibido caminar por la vía y no hay ningún otro camino.
El guardavía se quedó pensativo un buen rato.
- ¿Sabe qué? –dijo después-. Cuando yo me vaya, desaparezca por la vía; así yo no le veré.
Se lo agradecí calurosamente. Y cuando se fue, abrí la cerca del jardín y con su propia pala arranqué cuidadosamente los dos crisantemos azules. Los robé, señor. Soy un hombre honesto y solo he robado siete veces en mi vida, y señor, siempre han sido flores.
Al cabo de una hora ya estaba sentado en el tren y me llevaba a casa los crisantemos azules robados. Al pasar frente a aquella casa de vigilancia vi al guardavía de pie, con una banderita, malcarado como un demonio. Le saludé agitando el sombrero, pero parece ser que no me reconoció.
De manera que ya ve, señor; puesto que había un cartel con la inscripción “Camino prohibido”, a nadie, ni a nosotros, ni a los policías, ni a los gitanos, ni a los niños, se nos ocurrió que alguien podría haber ido justo allí a buscar los crisantemos azules. Un cartel tiene un poder tan grande que puede que junto a las casas de los guardavías crezcan margaritas azules o el árbol de la ciencia o el helecho dorado, pero nunca los descubrirá nadie, porque caminar por la vía está estrictamente prohibido. Solo Klára, loca, había llegado hasta allí, porque era idiota y no sabía leer.
Por eso al crisantemo azul le puse el nombre de Klára. Ya hace quince años que lo cuido. Pero parece que lo he malcriado con tierra buena y humedad – el bruto del guardavía no lo regaba nunca y el suelo era arcilloso y duro; a mí me brota en primavera, en verano se desmejora y en agosto se muere. Imagínese. Soy el único del mundo que tiene un crisantemo azul y no puedo enseñárselo a nadie. La Bretagne y la Anastasia no valen un pito, solo viran a lila; pero Klára, señor… el día que florezca en el mundo entero no se hablará de otra cosa.
Karel Čapek
4 comentarios:
Que bonito cuento, así por capítulos. A uno le dan ganas de ponerse a cultivar crisantemos azules...que con lo manazas que es, igual le salen zanahorias o acelgas...
Si, si, si...¡qué bonitooo!(el cuento y la presentación)
Astrohúngaro tenía que ser.Quién iba a pensar que era por respetar los carteles....
Uy, yo para las plantas soy una negada, Alberich. Las de plástico se me dan bien, esas sí, que de vez en cuando les doy una ducha fría y quedan como nuevas.
Acias, anagadner:)
Cierto, Badil. Aquí como nadie hace caso de los carteles la historia no tendría mucho sentido.
Publicar un comentario