No era la primera vez que Sigmund entraba en el Moulin Rouge, pero sí era la primera en que esperaba que le sorprendieran. Y ya pocas cosas podían a esas alturas sorprenderle. Pero estaba a punto de contemplar la actuacion de Joseph Pujol, le Pétomane, the Farter, the Flatulist, the Fartiste.
Cuando el maître le reconoció, le dio la mejor mesa del local. Pidió un pastís. Las luces se apagaron y se encendieron las candilejas. Un hombre de porte elegante y exquisitas maneras salió al escenario. Ante los asombrados ojos de Sigmund, absorbió agua con el recto y la proyectó varios metros, imitó varios instrumentos musicales expulsando el aire previamente absorbido, emuló los sonidos de cañonazos y truenos, apagó una vela a más de un metro, imitó a todos los animales de una granja y, como broche de oro, interpretó La Marsellesa a golpe de gases. El público aplaudió enfervorecido.
Cuando apenas quedaba nadie en el local, Sigmund seguía sentado allí, apurando un pastís tras otro. El maître le dijo algo y ni siquiera le entendió. Estaba absolutamente impresionado, incapaz de articular palabra.
- Creo que ha sido usted quien me ha enviado al camerino un enorme ramo de rosas.
Sigmund asintió con la cabeza. Joseph se sentó y empezó a hablar de la física del aire, la presión y la velocidad. Movía las manos de un lado a otro, de arriba a abajo, en círculos. De repente, calló y le miró directamente a los ojos. Sigmund le miró también y soltó un gran eructo. Joseph, sorprendido y no sin cierta admiración, acarició tiernamente las manos de Sigmund sin perder por ello de vista sus ojos.
Aquella noche, Sigmund soñó con su madre.