Mis hermanas dicen que nací con el pelo ya largo enredado alrededor del cuello, pero yo no me lo creo. Siempre han sido unas exageradas. Como cuando insistían en ensayar todos los días menos los domingos, cuando todo el mundo sabe que si entre las siete llenábamos los teatros era gracias a nuestros once metros de pelo y no a nuestro canto. Mi madre nos miraba, orgullosa, entre bambalinas. Había valido la pena amargarnos la infancia por culpa de ese maloliente ungüento capilar que hacía que no se nos acercara nadie a menos de tres metros y con el viento por la espalda. No sé cuándo empecé a volverme loca. Al ingresarme en el manicomio, Grace exigió al director que no me cortaran el pelo, que ni siquiera me lo tocaran. Tenía una habitación para mí sola, no tenía que ver a las otras internas y podía pasar el tiempo peinándome y recordando. Recordaba aquellas mañanas de primavera en las que nos sentábamos en círculo en el jardín, de espaldas las unas a las otras. Yo peinaba a Sarah, Sarah a Victoria, Victoria a Isabella, Isabella a Naomi, Naomi a Kitty, Kitty a Grace, y Grace a mí. Recordaba a aquél jeque árabe que nos ofreció la mitad de su fortuna por dejarnos fotografiar desnudas y juntas, las siete. Yo me negué. Mis hermanas debieron odiarme, porque el jeque nos quería a todas o a ninguna. Recordaba a aquél joven músico que estuvo escribiéndome apasionadas cartas durante dos años. Decía que estaba enamorado de mí, pero era mentira. Estaba enamorado de mi pelo. Para que me dejara en paz, le envié dentro de un sobre un mechón, y nunca más volvió a escribirme. Un día, descubrí un cuerpo extraño en mi peine. Tenía patas y se movía. Sentí tanta repugnancia que salí corriendo de mi habitación, que no estaba cerrada. Dos cámaras más allá encontré una chimenea encendida, cogí un tocón y me lo acerqué a la cabeza. El ungüento ardió rápidamente. Me enterraron en Glenwood y a Grace le dijeron que había muerto de neumonía. Le entregaron un mechón mío como recordatorio. No consiguieron engañarla, no en vano había peinado mi pelo durante más de treinta años, pero lo cogió y no les dijo nada. Después fue a ver mi lápida y enterró ante ella un pequeño peine marca Sutherland. A los muertos el pelo nos sigue creciendo. Me pregunto cuánto tardaré en llenar completamente mi ataúd.
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5 comentarios:
No sé si lo ha hecho adrede pero le ha quedado genial
"No sé cuándo empecé a volverme loca. Al ingresarme en el manicomio"
La foto esa de todas juntas da mucha grima, si A mí al menos.
La foto es potente, sí. Es como una burka, pero de pelo. Curiosamente, como burka no les habría servido porque si según la sharia es pecado mostrar un solo rizo, imagínese lo pecaminosas que deben ser estas pelambreras.
Me gustan estos relatos de mujeres desde la tumba...le quedan bordaos.
La foto es brutal, prrffff imagino duchándome todos los días con esa matapelo y me hubiera vuelto loca antes de que me ingresaran en el manicomio, josús que tabarra...y eso sin pensar el el ciercibiri que sopla por estos lares...talmente un helicóptero parecerían estas amables señoritas
No les podrá decir nadie eso de "no se te ve el pelo, muchacha".
Maaa, que me imagino a esta sñoritas fotografíadas asín pa las revistas ponno onde los pelos capilares son pecao mortal de alá que pecao
Díííígo, que estára usted contenta con el Barcelona, qué no parar. Felicidades.
Gracias, gracias. Qué mono el Guardiola llorando, y qué mono el Ibra consolándole. Qué emoción.
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